Esperándolo a Zama: una pequeña reseña del libro

Zama me parece una novela fabulosa. Primero, capta el ensueño de un funcionario de la corona española en Asunción de Paraguay a fines del siglo dieciocho, poco antes de las grandes revoluciones que barrerían el continente. Segundo, narra los acontecimientos y pensamientos del protagonista, con una prosa a la vez clara y lánguida, como si fuese escrita a tinta y pluma. Y tercero, nos ofrece varios episodios, por lo general carentes en los libros filosóficos, que aquí son puro espanto, por ejemplo uno que trata de una culebra escamosa subiéndose a la panza del mismo funcionario, durante una noche bien fría, lejos, en uno llano mojado del Gran Chaco.

 

Pero acerca de este y de otros episodios, los detallaré después. Por ahora, empiezo con lo que motivó que leyera la novela.

 

Fue hace unos otoño atrás, en un seminario dedicado al arte de hacer traducciones literarias, donde escuchar el título, simplemente el título, puso en función su hechizo. “Zama”—explicaba la profesora visitante que había sido invitada al seminario, de pelo rubio y seria—“me da dolores de cabeza. Sin embargo, la voy a traducir.” La profesora contaba con décadas de experiencia literaria ante este proyecto desalentador. No obstante, la novela contiene palabras arcaicas, frases difíciles y párrafos impotables frente a cualquier traductor, aun los más experimentados.

 

Estaba en un brete, y para demostrarlo había traído su copia original (un pellizco de 290 páginas) y unas cuantas versiones de la primera oración, traducidas al inglés por ella. La traductora nos hizo leer sus distintas versiones, detallando porque unas servían y otras no. Cuestión delicada, añadió, porque en cada iteración o se torcía algún detalle o directamente se perdía el sentido de lo narrado. “Esto,” concluía, “es el clásico problema de los traductores: sacrificar la lírica por la lógica, o viceversa.” También pasa en otros medios, como el reinterpretar un dibujo de acuarela con oleos o viceversa, porque el espesor del segundo no permite la levedad del primero, ni la translucidez de uno crea la gravedad del otro. Entre el castellano y el inglés, ni hablar.

 

Punto seguido, para aliviar nuestra conversación técnica con humor, la profesora nos trajo la traducción sonámbula de Google para comparar con las suyas, y así verificó lo ya sabido: traducir es difícil, terrible y necesario.

 

Resulta que para las mil millones de arañas del buscador, tanto como la experta profesora, todos habían fracasado en trasladar de una lengua a otra la serpentina línea de prosa. Quedó estancada en su orilla. Como el protagonista que la proclama:

 

Salí de la ciudad, ribera abajo, al encuentro solitario del barco que aguardaba, sin saber cuándo vendría.

 

Es una línea, como la mayoría de la novela, que se te queda en la boca un rato antes de ondular por tu esófago, hasta llegar a las tripas más profundas y aún más, sin alcanzar conclusión alguna. Pues, eso es la verdadera “ribera”: la zona entre lo chato de tierra seca y lo mojado de un rio, una zona de inclinación, llena de vegetación, densa y sucia. Importante porque ahí, entre dos zonas opuestas, se crece, se pierde, y se espera.

 

Retomando el tema, era otoño, la profesora (según Amazon) publicó una de sus versiones y yo terminé totalmente interesado por conocer a ese hombre, haciendo hincapié en un condicional imposible, atemporal, de lo que por ahí “vendría” o no.

 

. . . breve tangente para decir que a los pocos meces de ese seminario salió una noticia para la película (2018) basada en el libro Zama (1956) con la cara del autor, Antonio Di Benedetto, boina puesta y su boca fruncida, dentro de algún diario barato de Nueva York. Rasgué la foto del autor, la pegué como una cereza a una torta sobre un collage mío y marché hacia el cine del Lincoln Center para ver la película.

 

Estaba entusiasmado por verla, a causa de querer leer el libro. También a causa del tráiler, que me pareció tremendo.

A fin de cuentas, fue la única ¡la única! película que vi en mi vida, donde la gente se levantaba y se iba de la sala llena de furia. Es más, creo que nunca jamás veré algo igual, ya que en este instante se fue más de la mitad del público y a eso en a la primera mitad de la película. Partieron, pero yo me quedé. Tengo alta tolerancia para películas lentas, calladas y que experimentan cinematográficamente o con nuestra paciencia . . . pero, verdaderamente, esas dos horas se sienten como diez.

 

Se lo recomendé a mi abuelo, para determinar si estaba yo loco en pensar que la película valía las dos horas o si verdaderamente la película era mala y si es mejor dejar al pobre Diego de Zama parado en la ribera, solo. Resulta que al abuelo no le gusto, le pareció oprobiosa, una pérdida de tiempo la película – aunque a los tres días, me volvió a llamar para decir que se le ocurrió que la película no era “película” per se, sino una serie de impresiones. Y visto así se convierte en algo “pasable.”

 

Imagínese, lector, mi sorpresa al encontrar una copia nueva pero baratita en el Ateneo Grand Splendid de Santa Fe y Callao y releer esa primera frase inolvidable. ¡Me encantó nuevamente! Claro que la publicidad de la tapa posterior cuenta con dos citas grosas escritas por grandes escritores, además de una descripción fatal: “Se trata de un libro perfecto, donde la cualidad filosófica se desprende naturalmente de una prosa deslumbrante.”

 

Así es que me preparé para una lectura ardua, que me daría calambres en los dedos de la mano dando vuelta las páginas, y semejantes dolores de cabeza, como las que habían (casi) derrotado a la gran profesora visitante. A pesar de la publicidad, la película avante guarde y mi expectativa de un libro denso y difícil, lo leí.

 

Más vale decir, lo devoré. ¡Fabulosa! La definición de “el libro es mejor que la película” es perfecta. Sin imágenes, sino con palabras, te hunde en un mundo ajeno. ¡Te traslada al siglo dieciocho! La trama no tiene nada que ver con la película o por lo menos está detallada como una novela, con muchísimo más entusiasmo. No te cansás de las pruebas y tribulaciones del protagonista ni en una sola página, ¡ni en una sola línea! Tetas salvajes, amoríos entre americanos y españolas, duelos entre héroes y criminales, rituales indígenas, nacimientos, enfermedades, muertes, ¿qué más? Ah, sí, además de su historia Zama es fabulosa por estar repleta de prosa chispeante.

 

“Pero el tiempo, allí, de nada servía, y finalmente me molesto su paciente antesala.”

 

“Vacilé un instante pensando que tal vez él tomaría mi movimiento, después de tanta inmovilidad, como un amago de ataque, y en este caso me vería precisado de ofrecerle contienda.”

 

“Yo la miraba un momento, casi por constatar que de nuevo se había instalado allí, y luego me palpaba los bolsillos, buscaba en la faja la llave, me daba ocupación, por desviarme de ella.”

 

“Di un paso adelante. Nalepelegrá reparó en mí. Se acercó. Dije mi nombre sin añadir títulos, sin forzar la posición del cuerpo. El cacique pasó los dedos por mi barba. Tenía un olor repelente, que me quedo pegado.”

 

Si por algo escribo en castellano, es que caminé esa ribera con el protagonista Diego de Zama, escuchando sus pensamientos directamente del cráneo a la hoja de papel, en castellano. Y ahora los pensamientos acerca de los suyos quedaron en mí en su idioma, sin traducción, sin mover. Y no solamente eso. Pudiera haber hecho el esfuerzo de escribir desde la otra orilla de mi pensar. Pero no, me comunico en el idioma del pobre funcionario, para así hacerle compañía, si no justicia, ya que en el libro no recibe ni una peseta sobre la balanza, en su favor. Todo el mundo social, decadente, le pesa encima, estilo L’Etranger; mientras ese mismo entorno le tiene esperando sin esperanzas, estilo Invisible Man, puesto que debe salir a la busca de su libertad en sombras.

 

Y meramente, el libro se trata de eso. Decadencia en sentido de decaído, ruin. Existencialismo en sentido de una condena a la espera y querer simplemente escapar de ella.

 

¡Ya basta! Quiero concluir con esa escena acerca del animal, que convierte una novela fabulosa en realmente eso: una fábula, aunque fuese por un instante:

 

“Me cubría el cielo gris y me arropaba la voluptuosidad del sueño, tentador, que me tomaba y no, aflojaba, volvía, alojaba, volvía ganancioso cada vez . . .

 

“Algo fino como un látigo, pero con vida, se introdujo sutilmente por el cuero que me embolsaba. Culebra.

 

“Sobre mí, arrastrándose deprisa. La impotencia, el calambre total.

 

“Llegó hasta la cintura, se envolvió en sí misma y allí quedó.

 

“Yo evitaba respirar, por no moverme. Después me aflojé.

 

“Ella buscaba calor y sabía donde hallarlo. Yo conocía sus costumbres y entendí que, sin agitarme ni atacarla, no sería mordido.

 

“Si llamaba, quien intentara despojarme de ella la excitaría y mi carne iba a pagar su rabia.

 

“Con los ojos muy abiertos, contemplé el curso de la Luna más de media noche.

 

“El sueño vino como una secreta invasión. Dormí, creo que unos momentos, y desperté con la muerte en las sienes, consciente de haberme movido involuntariamente.

 

“Ya no había peso sobre mi vientre. Fue la serpiente la que se movió, al abandonar su tibio nido nocturno.”

 

Que una víbora se subiera a la panza de un blanco americano, en medio de un territorio indígena, ni falta comentar. Tampoco otros símbolos similares, la luna, las invasiones; ni contar lo que estaba pasando al pobre Diego, antes o después. Es suficiente observar la carne, lo superficial; notar que algo se había subido al vientre del protagonista con la posibilidad de matarlo a veneno natural, pero que al final, con determinado paciencia y calma, Zama llegó a ver el amanecer.

 

Que valió la pena esperar.

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