“Las garras de la muerte”: la militancia en la literatura de exilio

“¿Qué hago yo, Lourdes, como artista en medio de este desastre?”

—Mario Bencastro, Disparo en la catedral

 

Durante la Guerra Civil en El Salvador, entre estallos de bombas y feroces tiroteos, Rogelio le hace esta pregunta a la mujer que le ha enseñado el amor: ¿Qué hacen los ciudadanos en lugar de levantar un rifle? ¿Sirve de algo levantar un pincel? ¿Acaso la militancia sea siempre violenta?

 

En cuanto la revolución cubana de finales del siglo diecinueve, un periodista y revolucionario no pudo más que aferrarse a la pluma y disparar balas. José Martí, 1853–95, fue exiliado a los Estados Unidos en 1871 por las fuerzas coloniales. Sin embargo, desde su exilio él continuó militando por la independencia. Por décadas escribía, oraba, y luchaba por la liberación de su tierra desde los Estados Unidos, hasta 1895 cuando murió “peleando en una de las primeras batallas de la guerra revolucionaria que él mismo había planeado y dirigido”. Bien se ve que el exilio nunca le quitó la vista del “allá”, como a millares de otros exiliados hispanos.

 

Otros se encontraron exiliados de España, durante su Guerra Civil. Unos de estos exiliados, en vez de ignorar el problema, o de callarse, soltaban rienda a una forma de militancia política: la disidencia a distancia. En el poema Postal (1938), por ejemplo, escrito por un anónimo autor, leemos unos de los más bellos ataques contra la barbarie de Franco. Este dictador, además de ejecutar a más de ciento-cincuenta mil ciudadanos, cerró innumerables colegios y prohibió todas las lenguas de la península menos la de Castilla. Tantos actos de ignorancia merecieron nada menos que la siguiente estatua poética en el idioma del opresor:

 

Sabrás, Paco cretinísimo

que en esta neutral nación

he abierto una suscripción

para hacerte un monumento

de basura y excremento

que perpetúe tu traición.

 

Si bien el volver al país natal armado es una opción, tanto como tirar molotovs de octosílabas desde la “neutral nación”, ¿qué hace el artista-revolucionario cuando se le acaban las balas, le amordazan la boca, y se encuentra prisionero? Así la conocemos al personaje de Luisa Valenzuela, en su cuento “De noche soy tu caballo”, donde nos presenta con la amante de un revolucionario. Después de una noche de pasión entre ellos, la narradora cuenta como la policía la engañan para arrastrarla, la abusan verbalmente, la queman con cigarrillos y la patean—quieren saber a dónde se escondió el misterioso amante. No obstante, como “nunca les había tenido demasiada confianza a las palabras” permanece en silencio. Ella misma también se esconde: háganle lo que quieran, piensa la narradora, aunque pierda todo, todavía tiene algún recinto de su imaginación, su arte, su sueño.

 

Que no se desesperen los artistas. Que crean. Que tiren excremento cuando sea necesario. Que no dejen de pelear. Si bien nos brinda un estudio de los grandes momentos en la historia política del mundo hispano, la literatura hispana de exilio nos enseña que el artista es capaz de examinar su patria, “y rescatarlo de las garras de la muerte”.

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